miércoles, 7 de enero de 2015

Violencia



Casi en la víspera de la última Navidad, un conductor en Dijon, Francia, atropelló una muchedumbre de peatones e hirió a trece al grito de “Alá Akbar” (Dios es grande). Inmediatamente comenzó un debate acerca de si se trató de un acto terrorista o de un hecho probablemente delictivo, aunque simplemente ordinario. Esta misma mañana la redacción del semanario satírico francés Charlie Hebdo fue objeto de un ataque en París, el cual provocó al menos doce muertos, entre policías y los propios periodistas. El semanario suele satirizar al Islam (aunque también al Cristianismo), y los atacantes, otra vez, invocaron la expresión “Alá Akbar”. Mientras que la fiscal encargada del caso de Dijon sostuvo en una conferencia de prensa que no se trató de un caso de terrorismo porque el conductor sufre de un severo desorden psicológico y había estado hospitalizado más de ciento cincuenta veces desde 2002, no parece haber dudas de que el ataque de esta mañana fue cometido por personas en pleno uso de sus facultades mentales y que además se trató de un acto terrorista.

La discusión provocada por casos como estos supone una distinción entre el delito común y el terrorismo. La cuestión, sin embargo, es en qué consiste la distinción entre el delito “común” y el “súper” (o V-Power) y qué efectos produce dicha distinción. Antes de continuar, convendría hacer una aclaración. Quienes creen que, v.g., “violencia es mentir”, equiparan a la violencia con la incorrección moral, es decir, a la especie con el género, lo cual no solamente provoca que la idea misma de violencia se nos escurra de las manos (¿qué no sería violento en caso de que la incorrección y la violencia fueran sinónimos?), sino que además implica que cada vez que nos enfrentáramos a una situación incorrecta podríamos actuar violentamente. Quienes cometieron la matanza de esta mañana en París evidentemente creen que “violencia es reírse de la religión” y que se puede reaccionar con violencia literal ante la violencia simbólica. Por obvias razones, quizás convenga mantener a la noción de violencia en su hábitat natural.

Ahora bien, la preocupación por la inspiración religiosa del ataque muestra que el delito súper, a diferencia del común, viene acompañado por cierta motivación particular. En efecto, mientras que a un delincuente común lo único que le interesa es salirse con la suya a sabiendas de que su acto es injustificado, el que comete un delito ideológico aspira a cierta justificación. Por supuesto, como diría Tu Sam, la justificación puede fallar. Pero al menos tiene sentido ensayarla. En cambio, en el caso de un delito común, como un homicidio estándar, el homicida sabe que no debe realizar el acto, pero lo realiza de todos modos, motivado quizás por un interés pecuniario, y jamás aceptaría que alguien podría matarlo a él, su vez, por dinero. El caso del delincuente ideológico es completamente diferente porque la justificación que lo anima es tal que está dispuesto a dar la vida por su causa: el delito político tiene un fuerte componente sacrificial o de abnegación debido al principio que lo inspira.

Aquí es donde se abren las aguas. Hubo una época, aproximadamente a mediados del siglo XIX, en la que el liberalismo creó la noción de “delito político” para distinguirlo claramente del delito común; sin embargo, la distinción jugaba a favor del delincuente político, el cual merecía un tratamiento privilegiado. Para empezar,  semejante tratamiento incluía la abolición de la pena de muerte, la negación de la extradición, amnistía, y llegado el caso probablemente hasta un reconocimiento patriótico, y todo debido precisamente a la nobleza de sus ideales y el hecho de que estuviera dispuesto a sacrificarse por ellos. Sin embargo, la discusión sobre el supuesto carácter terrorista del acto de Dijon, qué decir del atentado de hoy en París, en lugar de estar encaminado a mejorar la situación del sospechoso, en realidad conduce al escenario exactamente contrario. El hecho de que el terrorista esté dispuesto a morir por su causa en lugar de jugarle a favor, le juega necesariamente en contra. Su delito será político, pero no por eso merece un tratamiento privilegiado, sino exactamente lo contrario. De hecho, decir que alguien es un terrorista implica acallar toda discusión. No tiene sentido hablar de terrorismo, pero en el buen sentido de la palabra, como diría Sacha Cohen.

El debate, ciertamente, está lejos de ser nuevo. Pensemos en el Bruto de Shakespeare (no es un juego de palabras), quien en Julio César ofrece al pueblo literalmente razones públicas—una expresión destinada a hacer historia sobre todo en nuestros días—de por qué participó del complot contra César y además expresa que está dispuesto a que le hicieran exactamente lo mismo a él para el caso de que él se convirtiera en otro César. Sin embargo, no todos comparten el entusiasmo de Bruto por la muerte de César, o por la violencia política, principista o ideológica en general. Tácito cuenta en sus Anales que “la muerte del dictador César pareció a unos la acción más deplorable y a otros la más hermosa”. Quizás el más ilustre de los defensores históricos de la primera posición (magnicidio) sea Dante Alighieri, mientras que los defensores más difundidos de la segunda posición (tiranicidio) sean Cicerón y Tomás de Aquino.

Se trata de una discusión que además es muy iluminadora para nuestro tiempo. En efecto, por un lado, es comprensible que en una época como la nuestra en la cual los principios no abundan precisamente y el auto-interés satura la demanda, solemos suponer que un acto principista merece nuestra aprobación mientras que el auto-interés solamente debería atraer nuestro desprecio. Sin embargo, el principismo religioso debería hacernos revisar nuestra admiración incondicional por los principios. Por otro lado, el Che Guevara, también suele ser citado precisamente como ejemplo debido al carácter principista de sus actos. Y vale la pena recordar que la adoración del principismo no es patrimonio del pensamiento de extrema izquierda (como se la solía llamar al menos).

Hannah Arendt, en efecto, nos recuerda que Eichmann mismo se consideraba un idealista, i.e. alguien que ciertamente “no robaba o aceptaba sobornos” pero fundamentalmente “vivía por su idea… y que estaba preparado para sacrificar por esta idea todo y, especialmente, a todos”. Es más, cuando Eichmann “dijo en la investigación policial que él habría enviado a su propio padre a la muerte si le hubiese sido requerido, no solamente quiso meramente enfatizar el extremo hasta el cual él estaba bajo órdenes, sino y listo para obedecerlas; él también quiso mostrar qué ‘idealista’ había sido siempre” (Eichmann in Jerusalem, p. 39). Recientemente Marcos Aguinis debe haber dejado a más de uno con la boca abierta al escribir en una nota para La Nación que “las Juventudes Hitlerianas… por asesinas y despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin, como la raza superior y otras locuras. Los actuales paramilitares kirchneristas, y La Cámpora, y El Evita, y Tupac Amaru, y otras fórmulas igualmente confusas, en cambio, han estructurado una corporación que milita para ganar un sueldo o sentirse poderosos o meter la mano en los bienes de la nación”.

La clave consiste en no caer en la tentación de cometer una petición de principios y defender la violencia política propia o que simpatiza con nuestros ideales para repudiar la contraria, como si la diferencia consistiera en que nuestros principios, a diferencia de los de ellos, son correctos. Otro tanto sucede con quienes suelen tolerar la violencia insurgente porque es principista y criticar la estatal solamente porque responde a principios distintos, o al revés, defender la violencia estatal incluso cuando apela al terrorismo. Ni la causa, ni el agente, ni tampoco el medio pueden influir en nuestro juicio acerca de la violencia política. Si rechazamos la violencia política, debemos hacerlo de modo ecuánime. Y si llegáramos a tolerarla, deberíamos ser conscientes de que en tal caso quedaría abierta la puerta para que pudiera ser empleada por tirios y troyanos, y no solamente por los nuestros.

Fuente: Bastión Digital

2 comentarios:

Francisco J dijo...

No sé si es muy pertinente, pero me pregunto una cosa:
¿Es casual que el presidente Hollande haya calificado el hecho como "en contra de los principios de la república", lo cual estaría hablando de que esta institución garantiza derechos a todos los que habiten (de forma más o menos legal) en suelo francés, y no como un "atentado contra la seguridad nacional", ya que en estos años se está poniendo en cuestión el principio identitario de la Nación como fundamento del Estado? Pienso fundamentalmente en que decir que se está atacando la República no es lo mismo que decir que se está atacando la Nación; la primera incluiría más allá de los sentimientos de pertenencia y hasta de la carta de ciudadanía, mientras la segunda, si bien es el fundamento de los Estado-nación modernos, actualmente viene siendo puesta en cuestión por quienes habitan esa misma República.

Andrés Rosler dijo...

Totalmente de acuerdo. No es una casualidad. La república se define en términos esencialmente político-institucionales generales que no excluyen por supuesto el desacuerdo sino todo lo contrario, mientras que la Nación (la cual originariamente era republicana de todos modos) podría suponer cierta uniformidad contingente e intolerante.